jueves, 24 de mayo de 2012

Homosexualidad: un debate dentro de las iglesias

Quiero compartirles este artículo que el P. Raúl Lugo subió a su página de "Iglesia y Sociedad" y que es la plática que dió en S.L.P., a donde fué invitado con motivo de la semana de la Diversidad  Sexual en dicho estado. No puedo menos que admirar y apreciar a este gran hombre por su amor, humildad y entrega, por las causas justas, por la igualdad y derechos de todos los seres humanos, por su valentía y muchas cosas más, a él muchas gracias.


Homosexualidad: un debate dentro de las iglesias


El pasado 15 de mayo, en la XI Semana Cultural de la Diversidad Sexual, en san Luis Potosí, compartí lo que ahora, en esta columna les presento.
Introducción
La homosexualidad está rodeada de una gran cantidad de prejuicios discriminatorios. Y no me refiero solamente a la conciencia colectiva, que es lenta en lo que a cambios fundamentales se refiere (fijémonos, si no, qué larga ha sido la marcha de las mujeres en la conquista de la igualdad de género y cuántas prácticas discriminatorias tienen que enfrentar hasta el día de hoy), sino también a la legalización de tal tipo de mentalidad discriminatoria. Me refiero, por poner un ejemplo, al hecho de que algunos niños y niñas sean definidos como “problemáticos” en sus escuelas simplemente porque no se ajustan a los estereotipos de su género, o a los despidos laborales de personas homosexuales, que bajo pretextos que no se creen ni siquiera los patrones, apenas si alcanzan a velar tenuemente su origen discriminatorio; o a los chistes y bromas que hacen mofa de la orientación sexual de las personas. Pero me refiero también a la vaguedad de ciertos términos como “faltas a la moral pública” o “ultrajes a las buenas costumbres” o “atentados al pudor” o “exhibiciones obscenas” o “comportamientos inmorales”, que permanecen vigentes en la gran mayoría de reglamentos municipales y códigos civiles de los estados y que exponen a las personas homosexuales a abusos por parte de las corporaciones policíacas que, pretextando la orientación sexual, violan los derechos de expresión, circulación y reunión de las personas homosexuales.
En el tema de la discriminación a las personas homosexuales el papel de las religiones y las iglesias es insoslayable, sobre todo porque muchas prácticas discriminatorias encuentran una justificación “divina” en argumentaciones de tipo religioso. Quiero hoy, aprovechando la amable invitación que me han extendido para participar en esta XI Semana de la Diversidad Sexual, plantear el problema desde otro ángulo. Quiero preguntarme hoy, confiando en la buena voluntad de las personas que profesamos cualquier religión, pero de manera particular las religiones cristianas, si algo ha cambiado de manera objetiva en el campo de la sexualidad que nos obligue a repensar algunas de nuestras posiciones sobre el tema, para después conversar acerca de cuáles son los retos que esta nueva situación nos plantean para el futuro inmediato.
El planteamiento de la cuestión
En la actualidad nos encontramos con una realidad patente. Por un lado, a pesar de que la discriminación a las personas homosexuales sigue estando presente en muchos países, el panorama mundial marca una tendencia irreversible a su aceptación y al reconocimiento legal de la diversidad sexual como un hecho irrefutable. En el portal electrónico de la organización de defensa de los derechos humanos de las personas homosexuales (ILGA. Por sus siglas en inglés) aparecen mapas actualizados de la situación jurídica de las personas homosexuales en los diferentes continentes.
Como puede constatarse, si echan una mirada a dichos mapas, la cantidad de países que continúan considerando las relaciones entre personas del mismo sexo como delito a perseguir son cada vez menos y se van concentrando geográfica e ideológicamente. Se han establecido mecanismos, en la Unión Europea, por ejemplo, para que ningún país miembro tolere discriminación alguna por motivos de orientación sexual. Y en nuestro continente, para hablar de lo más reciente, tras años de intensa negociación, así como de movilizaciones diplomáticas, la Organización de Estados Americanos (OEA) acaba de incluir en uno de sus documentos los conceptos Orientación Sexual e Identidad de Género. La trigésimo octava Asamblea General del organismo aprobó por consenso la resolución AG/RES-2435 (XXXVIII-O/08) presentada por la delegación de Brasil en 2008. El texto avalado por los 34 países del área, reconoce las violaciones a los derechos humanos de las personas no heterosexuales. El suceso coloca al Sistema Regional de las Américas como el segundo en el mundo, después del europeo, en reconocer la importancia de que los Estados nacionales asuman un compromiso político con las violaciones de derechos humanos que enfrenta el colectivo lésbico, gay, bisexual, transgénero (LGBT). Así es que aumentan cada vez más los países en los que la diversidad sexual ha sido eliminada de los códigos penales. Es un gusto, por ejemplo, que Nicaragua, el único país de Centroamérica que mantenía la homosexualidad como delito, lo haya sacado recientemente de su legislación.
Se va llegando cada vez con más claridad a la concepción de que la democracia, para serlo cabalmente, tiene que ser ajena a la exclusión, a la marginación y a la desigualdad, asegurando el pleno ejercicio de los derechos y de las libertades de todas las personas, independientemente de su orientación o preferencia sexual.
¿Cómo interpretar esta realidad? ¿Cuáles son las razones que se esconden detrás de esta aparentemente irrefrenable marcha de las personas de la diversidad sexual hacia la igualdad de derechos y obligaciones con todos los demás ciudadanos y ciudadanas del planeta? ¿Por qué tantos organismos internacionales caminan en esa dirección?
- La interpretación tradicional
Hay amplios sectores en la sociedad y en las iglesias que piensan que este avance mundial del reconocimiento de uniones entre personas del mismo sexo y la misma despenalización de la homosexualidad, no son avances sino retrocesos, muestra palpable del nivel de degradación al que ha llegado la humanidad. Quizá la muestra más radical de este pensamiento es la que sostenía (ahora, gracias a Dios, lo escuchamos cada vez menos) que el VIH/SIDA no era otra cosa sino un castigo divino destinado a limpiar el mundo de pervertidos. Muchas iglesias piensan que todos estos cambios en los países se deben exclusivamente a un “lobby” realizado por grupos de homosexuales que, rijosos y manipuladores de los medios de comunicación, van imponiendo sus agendas a una sociedad inerme, que no encuentra políticos capaces de defender las verdades tradicionales.
Y seríamos demasiado simplistas si lo único que hiciéramos es decir que todas las personas que así piensan son unas retrógradas, sin tratar de comprender cuál es el punto de vista que los lleva a emitir declaraciones de este tipo.
La doctrina de la Iglesia Católica y de muchas iglesias cristianas es coherente. Y lo es porque sostiene que los actos homosexuales son gravemente pecaminosos y que son intrínsecamente antinaturales. Por lo tanto, todas sus demás recomendaciones son coherentes con una idea madre que guía sus acciones. Tratemos de explicarla.
Se parte de la convicción de que las personas homosexuales no existen como tales, sino que sólo existen personas heterosexuales individualmente defectuosas con una tendencia más o menos fuerte hacia ciertos actos considerados gravemente inmorales. Éste es el argumento que, sin ser enunciado claramente, sirve de sostén a la posición actual de la mayoría de las iglesias frente a este tema: que no existen personas homosexuales en cuanto tales, sino que son heterosexuales defectuosos o desviados. Por eso resulta explicable el apoyo que algunas iglesias han ofrecido a las famosas “terapias reparadoras” que prometen regresar al homosexual a su naturaleza original, la heterosexualidad y cuya práctica, es bueno recordarlo, es desaconsejada por la mayor parte de organizaciones psicológicas y psiquiátricas del mundo (1). No existe actualmente casi ningún hombre o mujer de ciencia que sostenga una identificación entre naturaleza y heterosexismo.
Quien conozca, así sea superficialmente, la doctrina de las iglesias cristianas sobre la homosexualidad reconocerá que el concepto mismo de “diversidad sexual” es un problema. Se trata de un concepto que ha ido ganando terreno en el mundo para denominar la pluralidad de inclinaciones, motivaciones, orientaciones, preferencias y/o prácticas sexuales. Pero no es un concepto neutral, sino que es interesadamente incluyente. Hablar de diversidad sexual supone que, además de la práctica normativa heterosexual, existen otras expresiones que pueden ser agrupadas, en un plano de igualdad, bajo un concepto más amplio. Pues bien: este concepto de diversidad sexual no tiene cabida en la doctrina actual de la mayor parte de las iglesias. Y no lo tiene, porque ellas mantienen una visión heterosexista de la sexualidad, que concibe la relación heterosexual como la única válida y lícita.
El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe titulado “Carta a los obispos de la iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales” afirma con dura claridad: “Es necesario precisar que la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye sin embargo una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada. Quienes se encuentran en esta condición deberían, por tanto, ser objeto de una particular solicitud pastoral, para que no lleguen a creer que la realización concreta de tal tendencia en las relaciones homosexuales es una opción moralmente aceptable” (No. 3). Queda clara, pues, la posición actual de la iglesia católica: ningún comportamiento homosexual puede ser calificado como moralmente aceptable. Debe animarse a los hombres y mujeres homosexuales a llevar una vida de castidad, en el marco de una educación progresiva, que reconozca avances parciales.
- Una mutación de conciencia
Pero no es esta posición de las iglesias la única manera de interpretar el hecho que contemplamos en los mapas que pudimos ver al inicio de esta exposición. Para muchas personas, entre ellos una enorme cantidad de estudiosos y científicos sociales, el avance de la igualdad de las personas homosexuales en el mundo y la aceptación de un paradigma conceptual que mira la heterosexualidad como una expresión que, aunque dominante y mayoritaria, no es la única socialmente válida y legítima, no es un dato anecdótico, producto de la moda o de la degradación moral, sino la muestra globalizada de lo que yo llamo una “mutación de conciencia”.
Y es que los cambios que constatamos en el mapa no ocurren solamente en el nivel de las leyes internacionales y las decisiones de los países. Es reflejo de un cambio que se está dando en la conciencia de los individuos y las colectividades. Se va abriendo paso una nueva concepción, que muchos llaman “cambio antropológico”, en el que las personas homosexuales comienzan a ser vistas, consideradas y tratadas, como personas diferentes, pero sin que esa diferencia marque una desigualdad en la dignidad y los derechos. Como bien menciona James Alison, “esta comprensión parece que no ha necesitado de líderes que la expliquen, ni han servido las ingentes cantidades de dinero y las energías que se ha desplegado para frenarla, sino que cada vez más emerge gente que se reconoce como gay, y también reconoce que no es un asunto en sí muy importante, y cada vez más la gente hétero con la cual convive esta gente está de acuerdo que alguna gente es así, y que no es un asunto muy importante. Y cada generación más joven tiene mayor dificultad en entender por qué algunos entre sus mayores tienen tanto problema con esto. Y cada generación de chicos héteros entiende mejor que el hacer la vida insoportable para sus compañeros de clase gay más bien que ser prueba de ser machote es un comportamiento indigno y señal de inseguridad en su propio machismo. Es más, cada vez más cunde, sin que nadie lo enseñe, la sensación de que si alguien se ensaña contra los gays, algún problema tendrá él con respecto a su propia orientación sexual, pues el hétero seguro de sí no tiene necesidad de definirse por contraste con lo gay, y está tranquilo en la compañía de sus contemporáneos gay”(2).
Para muchas personas, esta toma de conciencia está muy lejos de ser una moda temporal o la señal del deterioro de las condiciones morales del mundo. Se trata de un colectivo “caer en la cuenta” de que estamos frente a una realidad antropológica que sencillamente es así. Se trata de un auténtico descubrimiento humano, aunque pueda parecer banal. Nos estamos dando cuenta sencillamente de que hay gente que es así, lo cual no convierte a estas personas en algo especial ni las hace ni más ni menos capaces para realizar cualquier cosa. Para decirlo con las palabras de Alison: “Sencillamente es así, como la lluvia y las mareas y la existencia de personas zurdas.” (3).
Es Alison también quien nos recuerda que el proceso por el cual hemos llegado a entender la sencilla existencia antropológica de lo gay sigue exactamente el mismo cauce que el proceso por el cual hemos llegado a entender el mundo real al dejar atrás creencias supersticiosas. Antiguamente, por ejemplo, se trataba de entender el funcionamiento de los cambios climáticos como atribuidos a ciertas viejas feas, tenidas como brujas, o, como aparece en la película “Apocalypto”, de Mel Gibson, a la sed no saciada de las divinidades mayas. Esto ofrecía a los manejadores de la religión, propagadores y defensores de esa superstición, la posibilidad de disculparse cuando sus pronósticos del tiempo fallaban ostensiblemente. En caso de que hubiera una cosecha mala o una inesperada granizada, siempre había brujas que ejecutar o mayas que sacrificar para declararlos culpables de la catástrofe. Esta práctica supersticiosa, alentada con cierta perversidad, sacó de apuros a los sacerdotes y adivinos, pero retrasó durante mucho tiempo la comprensión del porqué del funcionamiento climático. Fue necesario que la superstición fuera desmontada, que se dejara de creer en la falsa culpabilidad de las brujas o del insuficiente número de mayas sacrificados, para que llegaran a formularse las preguntas que llevaron a entender la meteorología.
Esta nueva comprensión, que podría compararse con el momento en que los negros comenzaron a ser considerados iguales que los blancos, o las mujeres igual que los varones, ha venido acompañada del reconocimiento, ya desde la segunda mitad del siglo XX, que no hay defecto psicológico que esté presente entre las personas gay que no lo esté en los héteros y viceversa. En efecto, en cada época histórica han ido desapareciendo prejuicios y hoy no suscribiríamos ideas que apenas hace cincuenta años eran consideradas normales, como que el marido pudiera pegarle a la esposa, o que un negro no podía casarse con una blanca. Pero no siempre fue así. Y en las épocas en que esto no fue así, la mentalidad mayoritaria, el prejuicio visto como normalidad, se justificaba diciendo que eran realidades naturales, objetivas, inscritas en la naturaleza humana, aunque hoy nadie se atreva a sostenerlas en voz alta. Algún día, espero que no lejano, pasará lo mismo con las personas homosexuales.
No sé cada cuánto tiempo la humanidad vaya llegando a estos consensos antropológicos que rompen una manera determinada de ver la vida. Reconozco que a este cambio de conciencia contribuyen descubrimientos científicos recientes y una aproximación sin prejuicios a la realidad de la diversidad sexual. Pero no sé qué otros elementos expliquen esta mutación de conciencia. Es una tarea que rebasa mi competencia profesional. Hará falta reconstruir esta historia, así como se va reconstruyendo poco a poco la historia de la aceptación de la igualdad racial o de la igualdad de género. Pero el hecho es que tales consensos, y se confirma con lo que ha ocurrido con las otras dos mutaciones que he mencionado, se vuelven irreversibles.
- El momento actual de confrontación
Así hemos llegado a la situación actual: la concepción de sexualidad que sostienen las iglesias está cada vez más en cuestión. Por eso pienso que el “caer en la cuenta” antropológico de la existencia de personas homosexuales no es un asunto anecdótico. En la iglesia tenemos que confrontarnos con esta mutación de conciencia colectiva que se está desarrollando delante de nuestros ojos y dejar de atribuirla exclusivamente a una presunta degeneración cultural. Si algunas personas son sencillamente homosexuales y este hecho no obedece ni al pecado, ni al desorden, ni al vicio, ni a fracasos de los papás ni a ingerencias de espíritus malignos, entonces tendremos que enfrentar con nuevas respuestas la cuestión de la diversidad sexual y ofrecer una nueva aproximación teológica a esta realidad.
No soy el primero ni el único que sostiene esta hipótesis dentro de la iglesia. Sólo para abundar presento aquí un texto del moralista español Domínguez Morano: “Es un hecho evidente la dirección que van tomando las diferentes investigaciones que se efectúan al respecto. Los estudios médicos, psicológicos, antropológicos y sociológicos apuntan de modo inequívoco hacia la descalificación de la homosexualidad como enfermedad, desviación psicosomática o perversión sexual. Cada vez de modo más explícito, la homosexualidad va siendo reconocida como una orientación sexual que la naturaleza permitió y que, en sí misma considerada, no afecta a la sanidad mental ni al recto comportamiento en el grupo social. En razón de ello, instituciones como la OMS han suprimido la homosexualidad de la relación de enfermedades, y el Consejo de Europa ha instado a los gobiernos de sus países miembros a suprimir cualquier tipo de discriminación en razón de la tendencia sexual…” (4). Esta realidad se convierte, en el quehacer teológico, en una hipótesis de trabajo.
Sobre el tema de la homosexualidad hay, ciertamente, textos y declaraciones magisteriales que incluyen un juicio muy negativo, pero esto es lo que precisamente está siendo sometido a revisión por la ciencia, la exégesis y la teología moral. No es difícil reconocer que, en medio de las diferentes tendencias y escuelas teológicas existentes en la Iglesia, hay un relevante consenso: que cuando se trata de cuestiones del orden natural, no relacionadas directa ni indirectamente con la verdad revelada, la Iglesia puede proponer normas pastorales, no dogmáticas, que deben ser conocidas y respetadas, pero que permiten, a quien tenga razones para ello, discrepar sin que por ello deje de ser buen católico. Tal considero que es el caso de la posición acerca de la homosexualidad. En cuestiones complejas que tienen que ver con la ley natural, la Iglesia ha de contar con la legitimidad de otras interpretaciones e, incluso, admitir tal pluralidad dentro de ella misma. En lo que es dudable y discutible no puede exigirse uniformidad.
Creo que es incorrecto argumentar que la doctrina sobre la homosexualidad forma parte del depósito incambiable de la fe. Eso no es cierto. Si miramos, por ejemplo, el conjunto de la revelación escrita y de la tradición judía y cristiana sobre la mujer, su naturaleza y su status social, caemos en la cuenta que sería imposible que la iglesia se mantuviera hoy empeñada en mantener tal tradición a capa y espada. Muchas iglesias, fieles a los signos de los tiempos (y no ha habido signo de los tiempos más claro en el siglo que termina que la revolución de género), han sabido deponer la misoginia de muchos de sus textos tradicionales para abrirse a una nueva y más evangélica consideración del papel de la mujer. Y la transformación operada en las iglesias a raíz de la revolución de género está lejos de haber concluido. Los cambios, no me cabe la menor duda, continuarán hasta que, más tarde o más temprano, la participación de la mujer en la iglesia se dé en niveles de equidad.
Si las investigaciones sobre la homosexualidad continúan por la misma vía por la que parecen estar yendo y se comprobase que hay un elemento constitutivo involuntario en las personas homosexuales, entonces calificar de pecaminosos los actos homosexuales significaría que la iglesia tendría que abandonar la posición que ha mantenido durante mucho tiempo en su antropología, posición que sostiene que cada persona debe actuar de acuerdo con su naturaleza. La homosexualidad, va quedando cada vez más claro, no es la desviación de una naturaleza heterosexual que se ha constituido culturalmente como la norma para todos, sino que es otra manera, así sea minoritaria, de vivir la sexualidad, que ha existido siempre y que, a pesar de miles de años de señalamiento y hostigamiento, no ha desaparecido. La cuestión es si los contenidos “permanentemente válidos de la antropología cristiana” o la “verdad sobre la naturaleza humana”, de los que habla con frecuencia el Magisterio de la Iglesia Católica, están inevitablemente ligados al reconocimiento de la heterosexualidad como la única y exclusiva manera de vivir la sexualidad según el plan de Dios o si el reconocimiento de la diversidad sexual puede considerarse como un nuevo punto de partida en la reflexión moral de la iglesia. Éste es el debate. (filmina 14)
Pero sobre todo, dado que de seres humanos estamos hablando, los teólogos tienen que considerar que la universal vocación a la santidad vale también para las personas homosexuales. ¿Cómo la realizarán desligados de una característica que forma parte constitutiva de su personalidad? ¿Puede el “deber ser” anular una parte esencial de la persona humana? ¿Qué santidad, qué felicidad puede construirse sobre la represión de la vida afectiva y del ejercicio de la sexualidad?
Si sigue manteniéndose en la iglesia la opinión de que las personas homosexuales no tienen el derecho de vivir las situaciones que son inherentes a su humanidad, si sigue ocultándose los problemas que la represión de las personas homosexuales causa dentro de la iglesia, si seguimos creyendo que manifestar libremente los propios afectos, en el respeto y la tolerancia a otras formas de vida, es un signo de debilidad y no de plenitud humana, no nos extrañemos que esta mentalidad farisaica termine por ser un fardo insoportable para quienes tienen prohibido ser de carne y hueso como todas las demás personas.
Los desafíos
Como cristiano, creo que los momentos de crisis pueden siempre ser vistos como momentos de gracia. En fidelidad a Jesús y a su proyecto de Reino, quiero lanzar mi mirada sobre esta realidad conflictiva que acabo de describir y descubrir en ella los “signos de los tiempos” (Mt 16,1-4).
Creo que el primer desafío, y con mucho el central y más importante, es la oportunidad que esta nueva conciencia sobre la homosexualidad nos está presentando a los cristianos de revisar nuestra concepción antropológica. Tenemos que empezar a discutir dentro de las iglesias, con tolerancia y respeto a las opiniones diferentes, la posición que mantenemos con respecto a gays y lesbianas: que no existen personas homosexuales en cuanto tales, sino que son heterosexuales defectuosos o desviados. Hay que comenzar a reconocer, antes de que sea tarde, que esta posición sólo ha llevado a la infelicidad a las personas sexualmente diversas. Nuestras iglesias tienen que confrontarse con esta mutación de conciencia colectiva que se está desarrollando delante de sus ojos y dejar de atribuirla a una presunta degeneración cultural.
Contribuir a que esta discusión se dé dentro de la iglesia es vital dado que hay una distancia cada vez mayor entre la doctrina de la iglesia sobre la homosexualidad y el convencimiento creciente de muchas personas. Creo sinceramente que tenemos que comenzar en la iglesia un largo camino de clarificación, un ejercicio de humilde escucha, que nos llevará, irremediablemente, a plantearnos si la enseñanza de la iglesia en este campo, tal y como se sostiene ahora, es verdadera o no. Este es el primer y central desafío. Y creo que hay que empeñar en él todas las energías, aunque esto pueda costar pérdida de prestigio, castigos disciplinares o censuras mediáticas.
Un segundo desafío es que la diversidad sexual es una especie de puerta de entrada a una problemática mayor: la visión que en las iglesias cristianas tenemos sobre la sexualidad en general. Toda la visión “naturalista” del sexo que privilegia la perspectiva de la procreación, que mira el placer como algo malo, o al menos, como algo sospechoso, ha de ser revisada. Hemos arrastrado durante mucho tiempo (y la hemos consagrado como si fuera doctrina eterna e incambiable, a veces, incluso de más alto rango que el mismo mensaje evangélico) nuestra sujeción a un esquema filosófico pesimista, que minusvalora la realidad corporal y que rehuye y condena el goce de los sentidos. Este fundamentalismo moral nos paraliza, puede reducir la religión a un asunto de cama –como ocurre en numerosas confesiones sacramentales– y acortar nuestras miras, impidiendo que discutamos y enfrentemos otros desafíos trascendentes, como el hambre en el mundo, el deterioro del ecosistema, la creciente desigualdad, etc. Es curioso, por ejemplo, que los debates más álgidos de reforma de la iglesia se dirijan a cuestiones que envuelven o tocan, así sea tangencialmente, la sexualidad: el celibato opcional, la ordenación de mujeres, el trato pastoral a las personas homosexuales, los divorciados vueltos a casar… mientras se da por muerta la teología de la liberación y nos hacemos cómplices de sistema económico que produce desigualdad y muerte. Esto demuestra la urgencia de enfrentar tales debates de una vez por todas.
Un tercer desafío es otro tipo de fundamentalismo: el bíblico. Con cierta frecuencia se citan textos bíblicos que aparecen en el Primer Testamento y en algunos escritos paulinos para condenar la homosexualidad. Resulta que en el campo de la sexualidad, hasta los teólogos más liberales y de izquierdas suelen ser un tanto fundamentalistas. Pues bien, enfrentar la cuestión de la homosexualidad en la Biblia nos desafía a revisar la lectura que hacemos de ella. Quizá nadie lo plantee de manera más simple y profunda que mi amigo Jairo del Agua (de sonoro nombre, este católico español es mi amigo, aunque él no lo sepa, ni sepa tampoco que los escritos suyos que me encuentro en un portal de intercambio de ideas religiosas han sido inspiración y bendición en mi vida ministerial), cuando combatiendo el fundamentalismo dice: “Es muy importante caer en la cuenta de que toda la Escritura no es Palabra. Más bien la Palabra discurre entre la Escritura, la riega como un río de agua sanadora, fecunda, orientadora, que recorre una concreta historia humana (la de los judíos y primeros cristianos), durante un concreto tiempo. No podemos confundir el río con sus orillas agrestes, ni con sus monstruos, ni con la vegetación invasora. Hay que distinguir claramente entre el río y la historia que riega. En muchas ocasiones esa historia está habitada por hombres perversos, rudos, ignorantes, que tan pronto reniegan de Dios como le creen inspirador de sus propios crímenes. Algunos pasajes -totalmente secundarios que no explicitan el mensaje central del Primer Testamento- son pura bazofia y su lectura no es recomendable. Esa es la razón por la que la Biblia fue un libro prohibido o no divulgado durante muchos años. Conviene decirlo porque parece, que ahora, todo está bendecido por el hecho de estar en el Libro. Tampoco podemos pensar que la mano que escribe es sabia, incontaminada, guiada al dictado. Todo lo contrario. Está limitada por su personalidad, por su ambiente humano y material, por su nivel cultural, etc. Es decir, la Escritura no sólo está contaminada por la precariedad o bajura de la historia humana que describe, sino también por los subjetivismos y condicionamientos de quien la escribe. Esto ocurre de forma relevante en el PT (primer o antiguo testamento) porque el primitivismo era mayor y menor la evolución humana. Pero también puede afirmarse del NT. Es más, esto ocurre y ocurrirá siempre, porque los humanos somos limitados e incapaces de agotar la Palabra. Sólo podemos recoger algunos de sus destellos para iluminar nuestra humana oscuridad” (5).
Si la reflexión sobre la diversidad sexual nos lleva de la mano a una lectura de los textos bíblicos alejada del fundamentalismo y nos hace preguntarnos sobre los fundamentos hermenéuticos de nuestra lectura, habremos respondido a este desafío.
Un cuarto desafío que nos lanza la cuestión homosexual es la reconsideración de nuestra noción de familia. Hemos de considerar que un buen porcentaje de familias no responde ya a nuestro esquema mental de familia nuclear y patriarcal, lo que nos plantea un urgente problema pastoral. También debemos enfrentar el hecho de que las uniones entre personas del mismo sexo, una realidad patente en nuestros días, dejan tareas pendientes a nuestra pastoral familiar. Pero también habrá que reconocer que la existencia de una diversidad de familias implica que revisemos esta especie de sacralización que hemos hecho de un modelo familiar en concreto. Y que revisemos también esta especie de obsesión compulsiva de “defender” a la familia, como si la existencia misma de cada persona homosexual le representara una amenaza. Por otro lado, bueno sería que nos preguntáramos por qué en el proyecto revelado por Jesús en el evangelio, el sexo y la familia ocupan un lugar tan poco destacado, mientras que nuestra pastoral actual casi reduce su acción concreta a estos únicos dos aspectos tangenciales en el mensaje evangélico.
Finalmente, un quinto desafío tiene que ver más con los cristianos y cristianas de a pie. Me refiero a que la cuestión de la diversidad sexual nos invita a revisar si somos lo suficientemente adultos en la fe. Tenemos que preguntarnos si creemos que el Espíritu Santo sopla en las cabezas y en los corazones de todos los creyentes, y no solamente en aquellos de los dirigentes. Una revisión desapasionada de la historia del magisterio oficial en la iglesia católica, por ejemplo, nos demuestra que ha errado en temas de suma gravedad, que ha corregido declaraciones anteriores y que muchas cosas que se han declarado como definitivas han demostrado, con el paso del tiempo, no serlo (6). Quizá el día de mañana la cuestión de la diversidad sexual sea vista con ojos totalmente otros. No es extraño que la heterodoxia de hoy se convierta en la ortodoxia de mañana.
Un sacerdote jesuita ya fallecido me comentaba, no sin cierta gracia, que existe algo que él llamaba “desobediencia programada”. Quería decir que hay algunos momentos en que uno alcanza a descubrir cosas que el conjunto de la iglesia, sobre todo quienes ocupan los puestos de decisión, todavía no descubren. Entonces, confiando en que algún día se llegará a la misma conclusión a la que uno ha llegado, pues entonces se decide uno a desobedecer la norma vigente. Eso fue lo que ocurrió, por ejemplo, con mi viejo párroco, que algunos años antes del Concilio Vaticano II comenzó a decir algunas partes de la Misa en castellano, lo cual estaba expresamente prohibido. Cuando el cambio llegó algunos se preguntaron quiénes fueron en realidad los desobedientes… Considero, pues, desobediencia programada tratar estos temas, dar paso a una discusión franca, retar a las personas a usar la cabeza y ser cristianos adultos.
Yo, personalmente, he llegado a la conclusión de que la diversidad sexual es una bendición para la humanidad y para la iglesia. Estoy seguro que terminaremos por comprenderlo todos. En lo que ese momento llega, como está llegando ya en el nivel de las legislaciones de la mayoría de los países, hay que hablar abiertamente sobre la diversidad sexual, hay que plantearnos las preguntas que tenemos para ir hallando juntos respuestas, hay que hacer grupos de oración con personas sexodiversas, hay que invitar a las personas homosexuales a dar el paso y acercarse a los sacramentos sin tener que dejar de ser quiénes son y de sentir lo que sienten.
Con esto no intento desautorizar al magisterio ni al ejercicio de la autoridad dentro de la iglesia. Quiero, más bien, señalar la importancia de cristianos y cristianas adultos, que reflexionen a la luz de la oración y de las aportaciones que nos ofrecen las ciencias, que digan su palabra iluminadora aunque esto signifique desafiar una mentalidad que quisiera mantenernos a todos como niños sin criterio, llamados solamente a obedecer. No es sólo ni principalmente una cuestión de poder, como si todo se redujera a quién manda y quién obedece, sino de fidelidad a la acción del Espíritu en nuestras vidas.
Creo sinceramente que estos cinco retos que la diversidad sexual plantea a nuestras iglesias contribuirán, si nos aplicamos a darles respuesta, a purificar nuestras prácticas cristianas, a liberarnos de prejuicios que no tienen nada de evangélicos y a cumplir con aquello que el evangelio nos recuerda: “Vayan y anuncien a todos que el Reinado de Dios –que es hermandad plena y dignidad para todos y todas– está cerca”.
Raúl H. Lugo Rodríguez
XI Semana Nacional de la Diversidad Sexual
San Luis Potosí, SLP
Mayo de 2012
NOTAS
(1) “A pesar de muchos años de investigaciones, ya que la erradicación de la homosexualidad ha sido un objetivo de los científicos durante muchas décadas, las conclusiones son claras. Ni desde la medicina, la psicología, la pedagogía, ni con medidas sociales o legales, ha sido posible cambiar la orientación sexual, aunque intentos no han faltado.” José Luis Trechera Herreros, “Aproximación a la realidad homosexual”, ST 90 (2002) p. 108.
(2) ALISON J., “Fragmentos Católicos en clave gay”, conferencia pronunciada para el ciclo rosa en la ciudad de Bogotá, Colombia, el 4 de julio de 2006 y disponible en el portal electrónico www.jamesalison.co.uk/cas/..
(3) Ibid.
(4) DOMÍNGUEZ Morano Carlos, “La homosexualidad en el sacerdocio y en la vida consagrada”, ST 90 (2002) pp. 133-134)
(5)Texto disponible en el portal electrónico www.eclesalia.com con fecha del 12/11/07. Las negrillas provienen del texto original.
(6) Puede verse el documentado estudio de GONZÁLEZ FAUS José Ignacio, La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, (Sal Térrea, Santander 2006)

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